C4. El Evangelio de la Imaginación. Revelaciones del Cristo interno.

El Hijo pródigo. Viaje hacia la asunción.

Y volviendo en sí, dijo, ¿Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan?" Lucas 3 y 17. 

En la parábola del Hijo pródigo no se narra un regreso geográfico, ni una historia de arrepentimiento moral. Lo que allí se describe, con la precisión de una alquimia espiritual, es el drama eterno del alma humana, la caída en el olvido, la identificación con la miseria, y la gloriosa asunción al trono perdido mediante el acto de recordar.

No hay distancia real entre el hombre y Dios, sólo hay un estado mental, y ese estado puede ser cambiado. Cuando el Hijo exige su herencia y se marcha, no está huyendo del padre. Está abandonando la Conciencia de Unidad, el recuerdo de su filiación divina. Y al adentrarse en un país lejano, que no es otro que el mundo de las apariencias y los sentidos, comienza a gastar su sustancia. No la sustancia física, sino la sustancia espiritual, que es la imaginación no dirigida.

Cada pensamiento sin conciencia, cada deseo no asumido, cada emoción de carencia, sentida como real, es una moneda desperdiciada en esa tierra extraña. Y allí, en ese olvido, comienza la hambruna. No porque haya escasez en la casa del padre, sino porque el alma ha cerrado su propio canal de abundancia. La conciencia que antes afirmaba “Yo Soy" con claridad, ahora se hunde en declaraciones erróneas como “yo no tengo, yo no soy digno, yo no puedo más".

El hambre que sufre el Hijo es el hambre de su propia divinidad no reconocida. Pero llega un momento, un instante eterno, donde algo sucede. No es un milagro externo. No es la voz de un ángel ni una intervención celestial. Es algo mucho más profundo. Dice el texto: “y volviendo en sí..", ése es el verdadero punto de inflexión. El Hijo no es rescatado, el Hijo despierta. Y ese despertar es la memoria viva de quien ha sido siempre, aun en medio de la pobreza autoimpuesta. Volver en sí es el acto místico por excelencia. Es reconocer que el estado que se ha estado viviendo, de escasez, de soledad, de culpa, no es el estado natural, sino una condición asumida sin conciencia. Y como toda condición asumida, puede ser abandonada.

La asunción es el regreso. No se trata de volver a un lugar. Se trata de asumir una nueva Identidad. Y esa Identidad no es otra que el Hijo amado que siempre ha sido, aun cuando olvidó su nombre.

He enseñado, y lo sostengo ahora, que el secreto está en asumir el sentimiento del deseo cumplido. Esa es la esencia de la parábola. El Hijo dice: “me levantaré e iré a mi Padre". Pero incluso antes de llegar, el Padre ya lo ha visto y corre hacia él. ¿Por qué? Porque no es el padre externo el que responde. Es el estado interno el que se activa,  en cuanto el alma se levanta de la identificación errónea.

Cuando tú te asumes como nuevo, aunque nada haya cambiado aún en el mundo externo, el universo invisible ya ha reaccionado. El estado del Padre, que es Abundancia, Amor, Aceptación, corre hacia ti, no porque te hayas ganado su favor, sino porque siempre estuvo allí, esperando que lo asumieras nuevamente.

¿Y qué es lo primero que hace el Padre? Le pone al Hijo un manto, un anillo y calzado. No le pregunta por sus errores, no le exige confesión. Simplemente le devuelve su imagen. El manto es la vestidura del estado asumido. El anillo es el símbolo del poder restaurado. El calzado representa la autoridad para caminar en el mundo sin culpa. Todo esto sucede en un solo acto de reconocimiento. En un solo instante de verdad, Yo Soy el Hijo. No hay condena en esta parábola. Solo hay Conciencia. Solo hay Ley. Si tú te asumes indigno, vivirás como un siervo. Si te asumes como el Hijo, el banquete es tuyo. 

El error del Hijo no fue marcharse, sino olvidar quién Era mientras estuvo lejos. Y la redención no fue el regreso físico, sino el acto interno de volver en sí. ¿Te das cuenta de lo que esto significa? Que no importa cuán lejos hayas ido, cuán profunda haya sido tu miseria, cuán real parezcan tus fracasos, en el momento en que te recuerdas, todo cambia. No por castigo ni por milagro, sino porque el mundo exterior responde siempre al estado interno. Siempre.

La asunción es más que una técnica. Es un renacimiento. Cuando asumes un nuevo estado, no estás actuando como si fueras algo. Estás reclamando lo que siempre ha sido tuyo. Estás diciendo con autoridad: “Yo Soy el que Soy". Y el universo, que nunca ha dejado de escuchar, responde con la abundancia del Padre.

El banquete no es una recompensa. Es el reflejo natural del estado sumido. El Hijo no tiene que demostrar su valor. Solo tiene que aceptar su lugar. Solo tiene que decir dentro de sí “Basta de vivir como siervo. Yo Soy el Hijo. Yo Soy Amado. Yo Soy Heredero de todo lo que el Padre ES". Y entonces el banquete comienza.

La parábola no menciona que el Hijo haya explicado sus errores. Porque no hay error que la conciencia no pueda borrar con una asunción nueva. No hay pecado que la Verdad no disuelva con una afirmación poderosa. Tú no eres tu historia. Tú eres tu estado. Y ese estado puede cambiar en el mismo instante en que lo asumas como real.

Así como el Hijo pródigo, tú también puedes estar viviendo en una tierra lejana, la tierra de la duda, del temor, del esfuerzo inútil. Pero en cuanto recuerdes, en cuanto digas me levantaré, en cuanto asumas una nueva imagen de ti mismo, el mundo cambiará. No porque se haya compadecido, sino porque tú has dejado de ser aquel que sufría.

El viaje hacia la asunción no requiere distancia. Solo requiere decisión. Solo requiere un instante de verdad interior, un momento sagrado donde la imaginación vuelve a ser lo que siempre fue, el Verbo que se hace carne. Y en ese instante, tú también dirás: “¿Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan y yo aquí perezco de hambre?" Pero no perecerás. Porque ahora lo sabes. Ahora recuerdas. Ahora asumes. Y en esa asunción, el banquete eterno del alma comienza.